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El viaje de Ulises: más de una hora de caminata por el descampado,entre los cardos, para poder estudiar

Marzo 06, 2018

Punta del Agua, Salta.- Una ollita con agua y hierbas recién cortadas se calienta sobre la hornalla alimentada a garrafa. Se oye el canto de un gallo y los ladridos de un perro. Una lora barranquera da vueltas por el piso de tierra. Con el impecable guardapolvo blanco que asoma por debajo de un buzo y la mochila de jean que lleva su nombre sobre la espalda, Ulises aparece en la cocina pasadas las 8. Está en silencio, con los ojos achinados. Se pasó las vacaciones levantándose poco antes de las 10 y hoy le tocó madrugar: empieza tercer grado.

Su tía Nancy le ofrece un vaso de leche -en polvo, de la que se mezcla con agua--, pero él sólo acepta ese té de hierbas, que ella le enfría pasándolo una y otra vez de una taza plástica a otra. Le alcanza un plato con rodajas de pan casero, que hacen una vez por semana, y otro con queso de cabra, ese que prepara a diario Leonor, la madre de Ulises, con la leche recién ordeñada. Quieren que salga con la panza llena: le esperan seis kilómetros de caminata hasta la escuela, un viaje diario donde, fiel a ese nombre que le dio su madre, pero inspirado en el hijo de una preceptora donde ella estudió el secundario, Ulises atraviesa senderos de tierra, polvo y piedras, entre arbustos, cardones y flores, rodeado de cerros, y con un sol que empezará a molestar pronto, hasta finalmente llegar a la escuela.

La travesía de Ulises es la de todos los chicos de este pedazo de los valles calchaquíes salteños: salgan de Punta del Agua o de Potrero, o bajen de Cerro Negro o La Falda, le dan vida por un rato a esos caminos solitarios, donde nunca llegó la señal de teléfono ni Internet, donde acceder al agua exige un esfuerzo diario, y donde los paneles solares dan energía por un puñado de horas que hay que aprender a administrar.

Del paraje Punta del Agua hasta Cortaderas. Antes de que Ulises de los primeros pasos, su madre le pide que espere. Cruza el camino de tierra a ese rincón donde llega la manguera con el agua potable, y descuelga una toallita recién lavada. La dobla en cuatro y la mete en su mochila. "Es la servilleta. Se la piden en la escuela porque allá desayunan y comen", explica Cristina Zerpa, la abuela de Ulises. Desde que se cayó la pared de adobe de su cuarto después de una lluvia fuerte, comparte habitación con su hija, y sus dos nietos: Ulises, de siete años, y su hermanita de dos.

Ahora sí, a las 8.40, Ulises se pone en marcha, y enseguida levanta un palo del suelo. Sale de la ruta de tierra y corta camino por un sendero. Pasa delante de un caballo que pasta, de una capilla de adobe, y de una casa similar a donde vive con su familia. Está nublado. Sólo se oyen los pájaros. Ulises se acerca a una acequia de cemento, muy angosta. "Si pones acá una botella, junta mucha agua", dice, mientras señala cómo corre por el canal. Mete en forma vertical el palo que todavía lleva en la mano, y desaparece abajo del agua. Se sonríe y dice: "Mira no llega a tocar el fondo". Es decir, hay mucha agua. Y eso no pasa siempre. Esa acequia es la misma que alimenta los riegos de las verduras y frutas que plantan su madre y su abuela, y la misma que da agua a la manguera que llega hasta el frente de su casa.

"¡Eh, Ulises!", lo saluda un hombre desde el costado del camino. Él le devuelve el saludo con la mano y sigue adelante. Se presenta como Zerpa, y es primo de Cristina, la abuela de Ulises. Dice que se va a cortar el pelo -que asoma espeso debajo de una gorra-- y se aleja hacia otro lado. Ulises deja un tramo de tierra y piedras, y ahora camina por lo que parece el lecho de un río seco. Él le dice la playita. "Allá, el río está bien profundo". Señala al este con la mano. Está más charlatán. Menos dormido. Se parece más al Ulises del fin de semana: inquieto y curioso. El que jugó a la pelota, al ta-te-ti y al ahorcado. El que buscó duraznos, peló choclos en la cocina y presenció el faenamiento de un cabrito. El que vio un rato de dibujitos animados, el que juntó arvejas para la cena, arregló la cadena de una bici con las cubiertas pinchadas y escribió su nombre en la primera hoja del cuaderno de tapa dura que lleva ahora en su mochila.

"Ruta Provincial 102s. Cortaderas." El cartel está en la intersección de dos caminos. Y ahora el trazado es cuesta arriba. A los costados se abre una planicie moteada de cardones. Cada vez que Ulises ve uno seco, en el suelo, festeja y dice "ahí hay uno". Más tarde, Valencia, una compañera de la escuela, de 12 años, explicará que todos los chicos juegan a ver quién encuentra más de estos. Sí, como en la ciudad se lo hace con los escarabajos de VW.

A lo lejos se oye el motor de un auto. Sin mirar atrás, Ulises se echa al costado del camino. "Hay que caminar por la orilla", dice él. Ese es uno de los peligros de los que habla su madre. Las camionetas, pero especialmente las motos que van rápido, y levantan mucho polvo. "Por la radio escuché que pasan algunas Traffic. ¿Cómo será que por acá no paran?", se pregunta. Sólo los miércoles un colectivo se acerca a los parajes de la zona y baja a los vecinos hasta Cachi. Sólo una vez por semana, y los chicos tratan de engancharlo cuando salen de la escuela y así evitarse la caminata. También le preocupa a Leonor que no haya una salita de primeros auxilios en la zona. ¿Y si pasara algo? Ni siquiera podrían avisarle. Ella no tiene celular, pero ni siquiera hay señal. Por eso está siempre pendiente cuando se acerca la hora del regreso a casa. Si salen a las 16, a más tardar deberían llegar a las 17. Deberían tardar menos, pero a veces se entretienen cuando vuelven en grupo.

Estudiar. Aunque implique un esfuerzo, estudiar. Leonor, madre soltera, cumplió el mandato de su propia madre y terminó el secundario. Tiene dos hermanos enfermeros y una por recibirse de maestra. Aunque para ella es una deuda pendiente el terciario, sus tres hijos mayores van a la escuela: quinto y tercer año del secundario, y Ulises al primario. La pequeña Zohe, apenas cumpla los cinco, también irá. Leonor se lamenta que está ahora sin trabajo. Sueña con que le den un puesto de ordenanza en la escuela. Y si no, cualquier otro.

"Hay que llegar bien temprano porque si no ya toman el mate. A las 9 ya están tomando el mate. Primero hay que formar fila y después tocan la campana. ¡Mira otro cardón tirado!", dice Ulises. Se oyen sus pisadas sobre las piedras y la tierra. "Ya estamos cerca de la escuela", dice. Acelera el paso. El camino empieza a descender y el paisaje se abre: se ve el río Blanco. A su cauce plano y ancho lo cortan dos hileras de aguas que serpentean hacia un horizonte rodeado de cerros. A lo lejos se vislumbran dos chicos que llegan desde el norte. Y ahí, al margen del río, se ve la escuela N° 4575 de Las Cortaderas, que este año recibirá a unos 65 chicos entre primaria y secundaria, y que albergará de lunes a viernes a unos diez que llegan de muy lejos como para volverse a casa en el día.

Ulises se asoma al borde de un barranco y mira hacia abajo. Mira a su futuro, al año lectivo que tiene por delante, al río que deberá cruzar. Que hoy tiene poca agua, pero que algunos días, su mayor caudal le impondrá más desafíos, saltos más largos. Al igual que lo hará el viento en abril y el frío y la noche de julio.

Pero Ulises mira al frente y retoma el paso. Se mete entre unos arbustos, un camino sólo perceptible para el ojo avezado. Ahora baja una cuesta con facilidad, y llega a la orilla del río. Se oye el fluir del agua. Salta un primer riacho y luego un segundo. Apenas se moja las zapatillas. Acelera el paso como si la escuela tuviera un imán. Son las 9.20 y Ulises levanta las manos de alegría cuando cruza la reja y ve a sus amigos Juan y Marcos que se acercan. Y porque además todavía faltan unos minutos para que sirvan el mate con tortas fritas.

La  Nacion / Fernando Massa  / 6 de marzo de 2018

Fotos: Javier Corbalán / Edición fotográfica: Fernanda Corbani

 

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